domingo, 7 de marzo de 2010

EL DÍA QUE LE PEGAMOS FUEGO AL CONVENTO


El día que le pegamos
fuego al convento,
los muros de nuestra celda
no pudieron escapar,
fueron testigos mudos
de una batalla de cuerpos,
que librados los sentidos
se declararon todas las guerras,
no hubo treguas ni armisticios,
no se hicieron prisioneros,
todos murieron contentos
en el campo de batalla.
No hubo pliegue, ni trinchera
que sirviera de refugio,
uno por uno y todas
fueron pasadas a lengua.
En la cima de dos colinas
escuadrones de valientes
erizaron dos banderas,
de apetitosa firmeza.
Algunos nunca volvieron,
otros enfebrecidos
se lanzaron ladera abajo,
buscando ciertos montes,
montes de leyenda, legendarios,
donde tantos sucumbieron.
Allí se libró la gran lucha,
la más placentera de todas.
Un puñado de aguerridos
portando un potente ariete
derribaron todas las puertas,
hasta las que estaban abiertas.
Temblaron los cimientos,
crujieron las maderas,
se derramaron todas las ganas,
no quedó en pie nada ni nadie,
en el aire solo gemidos,
convulsiones, estertores
y un olor suave, agradable,
que precedía a la certeza
de que el convento;
había ardido.

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